12 de enero de 2016

CRÓNICA DE LA DECADENCIA


He visto ese concierto durante muchos años. No porque me gustase. Sino por mi condición de profesor. Mucha gente me preguntaba por él y debía saber qué había ocurrido. Siempre les decía lo mismo. Me parece lamentable que únicamente se vea un concierto de música “clásica” al año y sea ese. Un concierto más cercano a lo comercial que a lo artístico-musical. Muchas personas conocen a la Orquesta Filarmónica de Viena por su concierto de año nuevo, el famoso vals de Strauss y la marcha final que lo concluye, nada más.



He escuchado a mucha gente hablar de este concierto y lo bonito que debe ser estar en la Sala Dorada para escucharlo en directo. Escucho a esa gente cómo al hablar parece que ha cumplido su cupo cultural del año. Sin embargo no han ido a ver la orquesta de su ciudad a ningún concierto ni tienen la previsión de ir a verla. Tampoco han escuchado a la Filarmónica de Viena en ningún otro concierto. Pero si adentramos un poco más en la conversación no han escuchado el concierto completo. Sólo han prestado atención a los primeros compases del “Danubio Azul” y a la marcha final completa por la absurdez de aplaudir descompasado y “participar” del sonar, y como mucho, a alguna parte cómica protagonizada por el director porque les ha llamado la atención.

Somos bebés culturalmente hablando. En música “clásica” seguimos anclados en una mentalidad de hace 200 años. Todo el mundo conoce los nombres de Mozart, Beethoven y Tchaikovski pero no saben decir más de cinco obras de estos autores. Ni saben valorar el poder de la música más allá del reggaetón y el pop que escuchan metastásicamente en la radio.

¿Por qué no cabe en el concierto de año nuevo una obra de Ligeti, de Boulez, de Adés o de Sánchez-Verdú? ¿Pero esos quiénes son? Seguro que el concierto no lo vería nadie. ¿Y si no terminase con las dos populares piezas conocidas por todos? ¿No se levantarían?

Este año he presenciado en vivo el concierto de Año Nuevo en la Sala Dorada por la Filarmónica de Viena bajo la dirección de Mariss Jansons. Fui la persona número 10 en entrar a la sala. Pude ver durante más de una hora: el desfile de modelos de todas las nacionalidades con sus mejores galas, flashes constantes para retratar el “yo estuve aquí” y el poco respeto de los músicos de la orquesta estudiándose los pasajes mientras la gente entraba. Me pareció ver a una mujer que posiblemente acababa de matar un león para colgárselo por encima a modo de gran abrigo.Poco a poco la sala se llenaba y había más y más flashes de fotografías, mucho ruido de la gente hablando y más músicos de viento que salían a estudiar y afinar.

Unos minutos antes de iniciar el concierto estaban en el escenario los contrabajos, la percusión y los vientos. No quedaba ninguno de esos violines, violas y celos que estaban estudiando. El concierto está a punto de empezar y los músicos del escenario se ponen en pie para recibir a los violines, violas y cellos. ¿Qué? ¿Qué tipo de protocolo rancio es este? Después del protocolo de afinación un ruido ensordecedor de la orquesta cercano al Futurismo y, de repente, el silencio. Aparece el director y un grandísimo aplauso. El público enloquece. Se inicia el concierto y el público se vuelve en una espiral hipócrita con agravante a una falta de respeto a los que amamos la música. Aparecen los teléfonos móviles (no para grabar, que también en alguna ocasión) sino para escribir por WhatsApp, mirar la hora e incluso ver Instagram y Facebook. Sí, me encontraba de pie en la primera fila, un lugar que me proporcionaba una visión completa de la sala y de la miseria humana. Al finalizar cada pieza un aplauso de rigor. En el descanso volvían las fotos con frase implícita“He estado aquí, pero me ha importado nada lo que he escuchado aquí dentro, ¿falta mucho para acabar esto?”. La primera parte de 35 minutos de duración fue amena. 25 minutos de pausa. Y 96 minutos de segunda parte.

El programa del concierto es aburrido. La familia Strauss, con todos los respetos, sabía escribir muy bien. Sabía lo que hacía.Sin embargo, a la escucha, todas las obras están construidas del mismo modo. Los mismos ritmos en las líneas melódicas, los contrastes de forte y piano ocurren exactamente igual, la orquestación es idéntica y ello conlleva que en lugar de escuchar 10 piezas diferentes parezca que son la misma con un poco de refrito para cambiarle el sabor. Todas las piezas, inexplicablemente, sean como sean acaban en un fuerte al unísono en la tónica, siempre idéntico para que el público sepa dónde aplaudir. Estas piezas acaban cuando al compositor se le antoja, en ocasiones, el final no está conducido ni preparado. Pueden obviarse los finales y enlazarse una con otra. Estaban pensadas, en su momento, para ser bailadas, no para ser escuchadas sentados en una butaca. Por hacer un símil actual sería como escuchar a King África sentado en una butaca durante dos horas.

En la segunda parte el público se aburre más, empiezan los bostezos, más miradas a los teléfonos, la gente habla con los compañeros. Los cámaras de televisión enfocan al público solo en el final, no se arriesgan en el durante. Cuando llegan el momento del Danubio Azul todos guardan sus teléfonos, preparan la postura erguida en la butaca, sacan pecho cual macho en el cortejo y alzan el cuello como diciendo “Esta sí que me la sé y es importante, por eso he venido aquí”. Me recuerda al capítulo de los Simpsons cuando la Filarmónica de Springfield interpreta los 4 primeros compases de la quinta sinfonía de Beethoven. El público se levanta y se marcha diciendo que ya ha escuchado lo que querían oír.

El público viene a este concierto a escuchar solo las dos últimas piezas, no para aguantar el resto, y se nota en el ambiente, se ve en la gente y sus gestos. Su forma de estar en la sala. Pero la sorpresa les llega cuando el vals del Danubio tiene otros temas a parte del que conocen, hay quien se queda extrañado y se le hace pesado, volviendo a sacar el teléfono móvil para ver la hora o seguir con la conversación que tenía. Al final de la pieza vuelve el tema que conocen, se ruborizan, miran al lado y vuelven a guardar suavemente los teléfonos. Y claro, se acaba la pieza, y están preparados para aplaudir. Empiezan a babear, llega el momento que están esperando. La orquesta se prepara para convertir toda la sala en un delfinario con multitud de focas descompasadas. Al público le da absolutamente igual la orquesta, ellos sólo quieren palmear sin prestar una mínima escucha, miran de un lado a otro para verse útiles y sacar pecho. “Mi palmear es mejor que el tuyo”; me daba la impresión de un cortejo animal para conseguir la hembra correspondiente. Al palmear en la marcha final le faltaba unas campanas tocadas por el maestro Llorenç Barber para dar un toque mágico al ambiente.
Después de dos horas interminables de polcas y valses, de aburrimiento, de un concierto que para la orquesta parece un charangueo, se acaba entre un público en pie y un aplauso atronador. Es lo que más me gustó ya que era tan salvaje ese aplauso como cualquier obra de Xenakis.

La gente tiene ganas de empezar a hacerse fotos para decir “Yo estuve ahí”. Solo dirán esa parte, pero no se acordarán de nada más porque no les gustó. Es el peor concierto que puede ofrecer al año la Filarmónica de Viena. Los músicos se ríen mientras tocan, les da igual muchas cosas. No hay una magia especial que ambiente la sala, no hay una música que transmita algo y le aporte al oyente, no hay nada más que falsedad, mentira, hipocresía y aparentar en esa sala. Una pena. Triste. Pero más triste es saber que esa es toda la música clásica que escucha un 96% de la población mundial.

¿Vamos a seguir dando esta educación musical? ¿Vamos a seguir ofreciendo música de hace dos siglos? La música hace pensar a la humanidad.

Para mí fue un insulto de concierto, no por el concierto en sí, sino por la decepción humana.

José Vicente Fuentes Castilla. 3 de Enero de 2016. 

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